Es una pena, es horrible, lo que puede verse en insospechados lugares. Ese cruel abandono, esa injusta indiferencia hacia seres maravillosos que en silencio lo dicen todo. Una mirada, un cálido gesto, una brizna de aire que acaricia el suave pelaje de algo tan bonito y único como un gato. Y allí, en mitad de ninguna parte, observando con miedo el mundo, aquellas orejitas se cobijan en la escasa penumbra que un pequeño hueco en un muro puede ofrecerle. Alguien se le acerca, con calma y cariño en los pasos y en las intenciones, y lo percibe, lo nota. Saliendo del escondite, asoma su naricilla y comprueba que no van a hacerle daño. Tímido, inocente, con los ojos asustados y vencido por el hambre, deja que la luz le envuelva. Agradecido, sonríe con las caricias regaladas, las que nadie le había obsequiado o quizá no recordaba. En un pequeño plato de barro, leche tibia, le espera. Y si quiere, un hogar donde poder ser feliz, como merece, como todos merecen.
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Demasiado para un sólo hombre, por Javier Astasio
"Somos humanos, somos humanos" dicen que gritaba en su desesperación el conductor del Alvia descarrilado a última hora del miércoles, cuando estaba a punto de llegar a la estación de Santiago.
Lo gritaba al tiempo que repetía que tomó la curva a ciento noventa kilómetros por hora, una curva en la que ya todos sabemos de sobra que el tren no debería haber sobrepasado los ochenta. Lo supimos casi de inmediato, como también supimos que, al menos en una ocasión, había colgado en Facebook una foto del velocímetro de un tren que conducía a doscientos kilómetros por hora. Se nos dijo también desde las dirección de Renfe y ADIF -lo hizo Gonzalo Ferre, presidente de esta última- que, prácticamente, la única responsabilidad del conductor era la de controlar la velocidad y que estaba allí para eso, porque, si no, sería un pasajero más.
Se nos dijo todo eso y, además, se filtraron las imágenes del momento preciso en el que el tren descarrilaba, para que no quedase ninguna duda de que el exceso de velocidad fue la causa del descarrilamiento. No cabe duda de que se echaron todos esos "huesos" a la prensa, para que, poco a poco fuera satisfaciendo su empeño en encontrar la explicación para la tragedia que la sociedad estaba necesitando. Mientras tanto, ambas empresas permitieron, con su silencio o su ambigüedad, que se abriera un gran debate nacional, en el que todos, ingenieros de oídas, nos enredamos en cantar la idoneidad del sistema ASFA, analógico o digital, o ERTMS instalados en el trayecto. Y a fuer que lo consiguieron, porque el bosque que nos pusieron delante nos impidió ver la verdadera causa del accidente que no es otra que, pese a toda la tecnología presuntamente desplegada en el trayecto, el accidente se produjo en el lugar más propicio para que ocurriera, en el punto exacto en el que la línea pasa de ser de alta velocidad a ser, simple y llanamente, convencional.
Hoy, mitigado el apasionamiento de los primeros momentos, viendo las cosas con perspectiva, nos damos cuenta de que todo fue una gran chapuza, porque nunca debió dejarse en manos de un sólo hombre la responsabilidad de, en apenas cuatro kilómetros o lo que es lo mismo, poco más de un minuto, reducir la velocidad del tren en ciento diez kilómetros por hora. La gran chapuza nacional que llevó a que, por las prisas de colgar el AVE en el cartel electoral correspondiente, se anudase un cordón de seda con una vieja soga de esparto. Hoy sabemos que nada ni nadie, salvo sus propios sentidos, podía avisar al conductor de que la velocidad con que iba a entrar en la curva llevaba al tren directamente a la tragedia. Hoy sabemos, nos lo cuenta el diario.es que el sistema de seguridad instalado en el tramo "soga" de la vía era de hace medio siglo, el ASFA analógico, y que el moderno ERTMS del tramo "seda", un sistema tan caro como el resto de la línea no estaba en uso.
Tengo la impresión de que cuanto más hurguemos en el asunto, más conscientes vamos a ser de que la responsabilidad de este accidente es demasiada para echarla sobre la conciencia de un solo hombre. No puede ser que la seguridad de un tren cargado de pasajeros dependa de que una sola persona, dos ojos, dos oídos y un cerebro, estén al cien por cien de su capacidad en el momento justo. Pueden darse muchas, demasiadas, circunstancias para que eso no ocurra y, en ese caso, la tragedia vendría sola.
Todo esto por no hablar de la chapuza que fue la descoordinación de las dos primeras horas, de la imposibilidad del acceso a las vías que, probablemente, aumento el número de víctimas, seguro, en el vagón incendiado y probablemente en los demás. Sé que esto que digo resultará duro y, sobre todo, echará abajo el bonito cuento que nos hemos estado contando a lo largo de estos días. La realidad es así e, insisto, es demasiada tragedia para un solo hombre que bastante tiene con llevarla sobre su conciencia el resto de su vida. Somos humanos y, porque lo somos, no deberíamos fiar la suerte de tanta gente a que un solo hombre esté, en todo momento, al cien por cien de su capacidad.
El juicio mediático ya está hecho. Tenemos un culpable, el maquinista, que parece que, en su fuero interno, ha asumido ya su culpa. Ahora nos queda la tarea de encontrar, también en los despachos, a los demás.
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