Un amor con lada española, por Fernando Velázquez B. (@FernandoLocuta)

La espera por fin había terminado. Ese monstruo azul llamado Océano Atlántico que los separaba, al fin pasaría al anecdotario -al menos por unos días- y así, él podría no sólo verla, porque para ello bastaba la fibra óptica; sino también tocarla, respirarla, sentirla.
Maletas y boleto en mano, pasaporte español en el bolsillo trasero y una corazonada que le decía que nada podría impedir ese encuentro tantas veces soñado, apuraban su caminar. La ansiedad se adueñaba de cada paso, de cada brusco palpitar, de cada mirada al reloj de su muñeca izquierda; pero él ya había aprendido desde hace algunos años a convivir con ella, esa amiga non grata que conoció justo cuando su mano decía adiós tras de la ventanilla de un avión.
El asiento marcado con el número 103 fue la invisible prisión que lo llevaría hacia ella, la causante de sus repentinos cambios de humor, del insomnio de febrero, del renacimiento de una inútil y olvidada vanidad, además culpable también de un par de sábanas húmedas.

De ella él no sabía mucho; estudiante de ciencia política en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, vive sola en un departamento cerca del Río de La Plata, amante de los Sex Pistols y, según había visto en fotos de su perfil, acaba de comprar una moto Yamaha Fazer semicaraneada a la cual le pego una estampa del Ché Guevara  justo a la altura del tanque de gasolina.

Cuatro horas y media después los temblorosos pies del joven pisaban tierras desconocidas, por primera vez en su vida experimentaba un extranjerismo distinto al de Camus; no habría marcha atrás, no quería dar marcha atrás en aquél ambiente nublado, lluvioso atiborrado de paraguas, abrigos y miradas desconfiadas. Con su mano bañada en un sudor nervioso sacó una servilleta doblada en cuatro partes en donde tres noches atrás, anotó las dos direcciones que ella le dictó desde un teclado, una correspondía a su oficina y otra a su departamento.

Sin perder un segundo, invirtió sus primeros euros en llegar a la oficina, en donde el reloj y el calendario le indicaban que  las probabilidades serían mayores de encontrarla. Pero no fue así. Reponiéndose de a poco del golpe a la cartera, se dirigió a donde señalaba la parte posterior de la servilleta: Viamonte 37 esquina Avenida Córdoba. Allá iban sus últimos euros y esperanzas de rencontrar aquello que bajo la lluvia de  julio perdió.

¡Pero qué desgraciado es el destino cuando el amor impregna espíritus jóvenes! Por qué nadie le avisó a aquél chico que el taxi que abordaba no lo llevaría sino a la mismísima muerte al perder los frenos y chocar contra un oxidado y robusto poste de luz. Metros atrás, una joven motociclista no se percató del incidente, y de frente, se impacto contra la parte trasera del taxi. Su cuerpo, tras volar diez metros, se impactó estrepitosamente contra el pavimento mojado.

De aquél accidente, sólo una estampa del Ché Guevara fue testigo;  fue un impasible observador  contempló como la joven, agonizando, se despedía de su moto, de su sonrisa, de su Facultad, de la madre que la abandonó recién nacida y de su celular que decía: “Voy para la oficina. ¡Espérame!”. ¿El destinatario?,  un amor con lada española.

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