Nació y murió pobre, pero su vida deportiva fue el súmmum del éxito. Obdulio Jacinto Muiños Varela vio la luz por primera vez el 20 de septiembre de 1917, jueves nublado para más señas. Un pequeño buscavidas perseguido por la desdicha. En Paysandú el mulato dio sus primeras patadas a un balón, cerca del río Uruguay, donde el agua es celeste.
Una vida familiar ajetreada le obligó a “lustrar” botas y la venta ambulante, pero él quería jugar al fútbol. Quizá nunca fue el jugador más técnico ni el más rápido del barrio, pero sus dotes de mando y la jerarquía que imponía a su alrededor, desde bien pronto, le hicieron valer el apodo del “Negro Jefe”. Un líder dentro y fuera del verde.
Recorrió 349 kilómetros para llegar a Montevideo, la capital, donde debutó en Wanderers, y demostró ser un ’cinco’ de una técnica aseada, una táctica genial y una lectura del juego ‘avanzada para la época’. La misma dureza de una roca en la entrada, pero con el criterio y la madurez de jamás perder un balón.
Su desempeño no pasó por alto para la directiva Manya, y acabó vistiendo los colores de Peñarol. De negro y amarillo Varela se hizo leyenda, por su contundencia y su fútbol, pero sobre todo por esa idiosincrasia, tan de la calle, tan fiel a las raíces del barrio y a los valores del fútbol, desapegado de lujos y caprichos mercantiles. Su relación con la directiva nunca fue buena, Varela reivindicó igualdad, justicia y tradición.
Resulta curioso que Peñarol fue uno de los primeros equipos en manchar su elástica con publicidad, pero Obdulio se negaba, él quería un fútbol puro, como aquel que aprendió en las calles de Paysandú, pero se daba cuenta de que a veces, el valor más importante en el fútbol no era el coraje, sino el monetario. El Negro Jefe era el único jugador manya que no portaba publicidad en su camiseta, a lo que respondió a la directiva cuando le preguntaron por qué: “Ya pasó el tiempo en el que a los negros nos señalaban con argollas”.
El último capitán. El Negro Jefe comprendía a cada uno de sus compañeros y luchaba por ellos, pero sus valores trascendían incluso más allá. En un Peñarol – Nacional, un compañero suyo recibió una entrada criminal por la espalda. Varela paró el partido, el árbitro pálido sólo podía escuchar las palabras de Obdulio, que se le acercó y le dijo una frase para la historia “Si alguno de mis futbolistas da una patada como la que aquel señor acaba de dar, le ruego que lo expulse, porque en mi equipo un jugador que pega así no merece seguir en la cancha”.
Un personaje especial. Capitaneó a la Celeste desde 1941 a 1954, con una fecha señalada entre todas. Fue en 1950, un 16 de julio. La Selección Brasileña, anfitriona del Mundial llegaba a la final, de un campeonato organizado a modo de liguilla, en la que con un empate en el último partido sería campeón del Mundo. Llegaba con un equipo plagado de estrellas, liderado por Ademir, y acostumbrado a la goleada. En frente un combinado uruguayo, de fierro y roca, con un capitán para la historia y una delantera eléctrica.
La historia de Varela ese día comenzó incluso antes de que pitara el colegiado. Ante la fiesta brasileña en los aledaños de Maracaná, el despliegue de prensa y de medios, bajó al vestuario Jacobo, directivo uruguayo, para expresar al plantel que ya estaban cumplidos “con haber llegado a la final”, y que trataran de perder por poco, para evitar manchar la buena imagen que hasta ahora habían dejado en el torneo. A Obdulio Varela no le gustó nada, se levantó con gesto contrariado y alzó su voz diciendo “no piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo y si ganamos no va a pasar nada, nunca pasó nada”. Pero Varela aún tenía una última arenga para sus chicos, “muchachos, si los respetamos a los brasileños, nos caminan por arriba, así que nada de esquemas conservadores, vamos a salir a ganar al partido”. y ya en la bocana de vestuarios las caras de los uruguayos eran otras, “los de afuera son de palo”, lo importante era el balón y Uruguay sabía cómo tratarlo
Saltaron confiantes los celestes, tanto que mientras los fotógrafos inundaban el banquillo y la formación carioca, el defensor Eusebio Tejera, se dirigió a ellos exclamando: “¡Vengan para acá, que el campeón está acá!”.
Pero el partido nació con el campo inclinado hacia la meta uruguaya. Brasil corría liderado por Ademir y jaleado por más de 200.000 almas. Uruguay se resistía, hasta que pasados poco más de cinco minutos del descanso, Friaça rasgó las mallas celestes y el jolgorio se convirtió en fiesta. Carnaval. La samba invadía las gradas. Brasil entero saltando. 10 uruguayos recordaban las palabras de Jacobo. Todos menos uno. Obdulio Varela.
El Negro Jefe agarró el cuero debajo del brazo y se acercó dialogante al colegiado para reclamar un off-side que invalidaría el gol brasilero. Pero George Harris, colegiado británico no comprendía nada de lo que decía Varela, y el partido se paralizó hasta la llegada de un intérprete, que enfrió tremendamente el ambiente. La fiesta se había convertido en furia, toda dirigida hacia un hombre, el que había apagado la música y encendido las luces de la fiesta. Obdulio recordaba que le “insultaba el estadio entero por la demora. ¡Si me banqué aquellas luchas en canchas sin alambrado, de matar o morir, me iba a asustar allí, que tenía todas las garantías! Me di cuenta que si no enfriábamos el juego esa máquina de jugar al fútbol nos iba a demoler. Lo que hice fue demorar, nada más. Esos tigres nos comían si les servíamos el bocado muy rápido".
Y así fue, el partido se enfrió. Uruguay no se asustó y Varela cogió a cuestas a sus compañeros. La Celeste se repuso, y los goles de Schiaffino y Ghiggia dieron la vuelta a un marcador marcado por una acción, marcado por la fe de un hombre. El campeón estaba allá, en el río de la Plata. Uruguay había vencido a Brasil en Maracaná, el estadio más grande del planeta.
Nadie lo podía creer. Varela le arrebató la copa de las manos a Jules Rimet, que había marchado a por ella con el empate en el marcador, ensayando el discurso de un Brasil campeón en casa. Pero no. Hubo lágrimas, desmayos y suicidios. Jamás volvieron a jugar de blanco, y el verdeamarelho se abrió paso desde entonces.
Todos los compañeros salieron a celebrarlo juntos, todos menos uno. El Negro Jefe era diferente. Varela salió solo por las calles de Río de Janeiro. Entró en un tugurio y pidió caña. Miró la tristeza de su alrededor y le dio otro trago largo. Cuando levantó la mirada notó que le reconocieron: “pensé que me iban a matar. Por suerte fue todo lo contrario, me felicitaron y nos quedamos bebiendo juntos”.
Se sintió más a gusto en aquel tugurio, que en cualquier de los actos a los que fue invitado por la Federación, de los cuales no acudió a ninguno. “Mi patria es la gente que sufre" rezaba cuando le preguntaban por qué. Eduardo Galeano recuerda la vuelta del combinado celeste en una brillante pincelada. “Volvieron a Montevideo y Obdulio Varela se escapó del gentío escudado en un sobretodo de solapas anchas, a lo Humphrey Bogart. Con el escaso premio que le dieron se compró un Ford modelo’31; se lo robaron a la semana siguiente”.
No tardó en retirarse, en 1955. El fútbol no le llenaba, había cambiado. Encontró en Catalina una compañera para toda la vida y se exiliaron juntos de la vida pública. Jamás volvió a festejar el famoso maracanazo. "Ganamos porque ganamos, nada más", afirmó años más tarde. "Nos llenaron de pelotazos, fue un disparate. Jugamos cien veces, y sólo ganamos ésa". Su presencia se esfumó en 1996, pero su llama sigue vivagracias a lo que enseñó al mundo. Se sintió ajeno al fútbol moderno, hasta los botines le quitaron. Hoy descansan junto con su camiseta, ‘la 5 celeste’, en la Federación Uruguaya. Hasta de eso le despojaron.
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