A la orden, mi general. Debe ser un mal de familia: no se lo creen. Son como son. Revillo y punto. Y hasta en eso, también son de otra pasta. El general era Gullón, como mi padre, como su madre de la que siempre fue el niño mimado. Gonzalo no nació general, pero si nació el primero para que todos sus hermanos aprendieran pronto a marcar el paso. No eran tiempo fáciles para quienes venían al mundo sin saber que iban a vivir una infancia de guerra entre el olor a tinta fresca y con la cama encima de una imprenta. Nunca nos hablaron de la guerra, ni tan siquiera mi abuelo Magín, quien por criticar más de la cuenta al gobernador de turno supo de lo que eran los paseos sin vuelta desde el hoy Hostal de San Marcos. Ellos ahora ya están juntos. Sin ruido, porque seguro que en el cielo tan solo siguen diciendo que son los Revillo. Cada vez son más, pero siguen sin creérselo. Esta noche Gonzalo, el mismo día que era su 88 cumpleaños en la tierra, habrá soplado las primeras velas de su nueva vida. Será mucho imaginar si alcanzo a mandarle un recado. Tío Gonzalo, hoy tienes que saber que tendrás que aprender a volar un poco más solo. Déjanos todavía disfrutar de tía Carmina un buen rato. Ya sabes, como cuando hace muchos años me abriste las puertas del futuro nada más bajar del tren en Chamartín antes de ir a la Universidad. ¨Empiezas una nueva vida -me dijiste- Si te pasa lo mismo que a mí cuando fuí a la Academia Militar de Zaragoza, ya nunca volverás a casa¨. Siempre te conté que ese mismo día a punto estuve de coger el tren de vuelta. No lo hice, por eso hoy lloro a un segundo padre que se ha ido a otro viaje sin billete de vuelta.
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Llevo meses, quizá hace años, diciendo que me quiero ir de este país. Quizá, como aún no he dado ningún paso hacia ese rumbo, ya, marcharme a cualquier punto del planeta se me queda cerca. Así que prefiero esperar a una nave extraterrestre a ver si me abducen y dejo de tener conocimiento de hechos tan disparatados, tan injustos y tan aberrantes como los que me muestra esta sociedad en la que estamos atrapados pero conformes. Una de estas constataciones se produjo hace unos meses en un taller para desempleados en el que había gente muy joven con cualificaciones distintas, incluso recién licenciados, dispuestos a renunciar a sus conocimientos y experiencia por un puesto de trabajo cualquiera. ¡Qué pena! Sí, me da pena por ellos, por no tener siquiera la satisfacción de trabajar en lo que realmente les gusta, están preparados o saben hacer, pero también me da pena, más bien rabia, que el actual mercado laboral trate al desempleado como mano de obra, sin nombre, apellidos ni cerebro. Y casi peor, constaté igualmente, que serían felices si encontraran un puesto de trabajo con un salario de 600 euros mensuales ¡Qué horror! Hemos bajado tanto el listón, que nos queda ya poco por vender. ¿Y después qué? Después nada, santa Rita, Rita, lo que se da, no se quita, y les estamos dando todo a quienes tienen el deber de garantizarnos el estado del bienestar. Así que, paradojas de la vida, la juventud no es precisamente, en estos momentos, una virtud envidiable. Los de mi generación tuvimos más suerte, mucha más. La mayoría decidimos dónde queríamos estar e incluso tuvimos salarios dignos. Es verdad que lo tuvimos fácil porque estas ventajas nos las brindaba la misma sociedad sin tener que pelear por ellas. Quizá por esto, por la poca costumbre de pelear, hemos permitido que las generaciones siguientes se conformen con lo primero que encuentran. Y todos sabemos lo que pasa, cuanto más te agachas, más se te ve el culo. En fin, que yo no veo brotes verdes, ni recuperación ni señales de ningún tipo. Ahora eso sí, en mi caso no dejaré de esperar la estela de los paisanos de E.T.